Dejó al nene en el jardín y caminó las seis cuadras hasta la casa de su suegra. Apenas cruzó un saludo con la mujer que estaba en la cocina y se dirigió rápido al fondo, a su mundo, su pequeño taller.
Tiró la mochila y agarró el papel y el lápiz de arriba del escritorio. Dibujó... Rompió el diseño... No era eso lo que quería. Volvió a dibujar. Pasó un rato mirando, corrigiendo. Recién entonces buscó los materiales, revolvió, seleccionó.
La idea le daba vueltas en la cabeza y quería concretarla, no era fácil. Martes... para el domingo necesitaba todo listo, había turistas y San Telmo se llenaba de extranjeros ávidos de comprar buenas cosas. Le estaba yendo bien y no se podía cortar la racha.
Hacía calor, ese noviembre era inusualmente cálido y seco. gotas de sudor corrían por su cara en la que brillaban los ojos azules enrojecidos. Las manos se movían rápidas y precisas. No podía apurarse, su trabajo requería tiempo.
Solo la alarma del celular lo distrajo cuando aún no había concluído. Tenía que parar, ir a buscar al nene a la escuela y volver a encerrarse en su taller durante horas para que de sus manos surgiera una artesanía.
Porque Pablo, como muchos otros, es artesano. Las piezas que salen de su mente y sus manos son únicas, llevan tiempo y esfuerzo. Deberían ser mejor valoradas y no competir con la inficidad de chucherías industriales a las que falsamente se llama artesanías.
Hemilse
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